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Arquitectura Mexicana. En las tripas de una palapa de ciencia-ficción

Foto del escritor: Colegio de Arquitectos de El OroColegio de Arquitectos de El Oro

Actualizado: 29 mar 2022

Estudio de Agustín Hernández, una de las joyas de la arquitectura brutalista mexicana, abre por primera vez sus puertas gracias al proyecto de dos jóvenes curadoras de arte.


La idea le llegó mientras estaba tumbado en la playa. Bocarriba en el Acapulco de los sesenta, se fijó en la parte interior de la palapa que la daba sombra. Aquel entramado de postes en lo alto de un único tronco, al modo de las copas de los árboles, le encendió la bombilla: su estudio de arquitectura sería como una palapa. Una sombrilla gigante pero, en vez de madera y hojas de palma, construida con acero, cristal y hormigón. Así nació una de las joyas de la arquitectura brutalista mexicana.

El taller-palapa de Agustín Hernández se levanta en medio de una barranca boscosa a la espalda de una de las zonas más exclusivas de la capital, la extensión residencial del Bosque de Chapultepec, el pulmón verde de la ciudad. La base del edificio, el tronco de la palapa, es una estructura metálica de 40 metros que eleva su copa por encima de la de los árboles. Cuatro pirámides de hormigón, dos de ellas invertidas, parecen flotar a la altura de la carretera. Una pasarela sobre la barranca conecta la acera con la entrada del estudio. Son dos compuertas de metal dorado como las de una nave espacial de las películas de ciencia ficción.


Sobrio, monumental y filoso, a pie de calle también parece una pirámide retrofuturista de ocho puntas. Desde el fondo de la barranca, mirando en contrapicado, se aprecia el juego de escalas y volúmenes inspirado por la palapa playera. A distancia por ejemplo, cuando te acercas en coche al lugar, otro parecido posible es una torre de control de un aeropuerto. Un aeropuerto, por ejemplo, a lo Blade Runner.


Dentro, crece la sensación de estar metido en un decorado de película. Unas escaleras en espiral con peldaños metálicos triangulares y sin barandilla suben por un hueco cilíndrico. Algo así como el tubo de una aspiradora para succionar humanos, que atraviesa verticalmente los tres pisos de la palapa. La primera planta era la zona de trabajo del artista, ahora intervenida por la curadora independiente Carlota Pérez-Jofre y Ana Pérez Escoto, de la galería Peana. Juntas han convertido el espacio privado de Hernández en el escenario de una exposición, donde obras de artistas contemporáneos dialogan con el universo simbólico del arquitecto.


Hernández (Ciudad de México, 1924) es el último exponente vivo de la gran generación mexicana de arquitectos afiliados al movimiento moderno, aquella utopía que aspiraba a ordenar los edificios, las ciudades y la vida entera con formas geométricas y funcionales. Los primeros hitos de su carrera, en la mitad del siglo XX, coincidieron precisamente con la época de esplendor de la arquitectura moderna. El año 1968 y la celebración de las olimpiadas marcaron en México el techo de una escuela que fusionaba las enseñanzas de la Bauhaus y con elementos prehispánicos.

Ese equilibro está en el taller y en toda la obra de Hernández. Aunque su aportación a la llamada arquitectura emocional, la evolución mexicana del racionalismo a través las tradiciones precolombinas, ha sido quizá la más radical. Como apunta la curadora Pérez-Jofre en un libro temático sobre el arquitecto, “mientras Barragán o Goertiz apostaban por la serenidad o lo sublime, Hernández exploraba las ruidosas emociones del Mictlán, el inframundo mexica”.


En la primera planta, la exposición presenta esculturas originales de Hernández, bocetos y fotografías de sus obras o proyectos arquitectónicos. Está el edificio de oficinas en el distrito financiero que llamó Calakmul, como la antigua ciudad maya. Aunque fue renombrado por el resabio popular mexicano como “la lavadora”. El edificio es una caja de cristal cubierta en dos de sus paredes por círculos gigantes de concreto.


La segunda planta de la palapa es el espacio más privado del autor: el dormitorio y el baño. A un lado de la cama, un ventanal en ángulo. Al otro, una pared metálica con un cuadrado en bajo relieve con una reproducción de una playa. La tercera era la biblioteca de Hernández, con una salida a la azotea de la palapa. Con una vista de los árboles, por encima incluso de un puente que atraviesa la barranca, en una de las laderas aparece otro edificio de Hernández. Es la casa que construyó para una de sus hermanas. Formas redondeadas, jardines, materiales blancos más amables que el hormigón brutalista. Un exponente de la arquitectura orgánica, otra de sus vías de expresión.


Con 98 años recién cumplidos, Hernández ha seguido trabajando en su estudio-palapa hasta que la pandemia complicó aún más las cosas. Hace años, el arquitecto declaró en una entrevista que su taller llenaba todo lo que había buscado: “Que estructura, forma y función sean una unidad”. Para Hernández el espacio que uno habita se apodera de nosotros y nosotros de él. “Si estamos en un cuarto cúbico, somos cubo, si estamos en un espacio esférico, nos sentimos esfera. Esa es la simbiosis que existe entre el espacio y el hombre”.



El arquitecto Agustín Hernández con la maqueta de su casa de Ciudad de México.

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